* Por Tine Walravens, Copenhagen Business School y Paul O'Shea, Lund University

Hace poco, las autoridades locales de Halmstad, en Suecia, obligaron a una profesora a quitarse la mascarilla. De hecho, prohibieron el uso de mascarillas en todas las escuelas, incluidas la totalidad de las variantes PPE. Las autoridades de Halmstad afirmaron que no había evidencias científicas que apoyaran el uso de mascarillas, y para ello se remitieron a la Agencia de Salud Pública de Suecia. Y es que, en ese momento, dicha agencia alertaba sobre el “enorme riesgo” que suponía que las mascarillas se usaran de forma incorrecta. Posteriormente, sin embargo, estas directrices han sido retiradas.

Para todo el que no esté familiarizado con la respuesta que el Gobierno sueco ha dado a la COVID-19, esta prohibición puede resultar chocante. Al fin y al cabo, y a pesar de que las mascarillas no son infalibles, hay evidencias científicas de que estas contribuyen a reducir la transmisión de la enfermedad, especialmente en aquellas situaciones en las que no es posible mantener la distancia social (como, por ejemplo, en los colegios).

Las autoridades de Halmstad finalmente rectificaron, pero en todo el país se están produciendo muchos nuevos casos de prohibición del uso de mascarillas. A los bibliotecarios de la próspera ciudad de Kungsbacka, por ejemplo, les han dado instrucciones para que no las usen.

¿Cómo demonios hemos llegado a esta situación? Bueno, al fin y al cabo, todo lo que ordenaron las autoridades municipales de Halmstad y Kungsbacka estaba en línea con lo marcado por la Agencia Pública de Sanidad. Por lo tanto, estas prohibiciones son la consecuencia lógica de nueve meses de mensajes constantes contrarios al uso de mascarillas por parte del Gobierno sueco, y que en nuestra opinión suponen un claro ejemplo de mala estrategia de comunicación de riesgos.

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La excepción europea

Fuera de Suecia, en este momento la mayoría de los europeos ya se ha acostumbrado a llevar mascarilla cuando están en espacios cerrados, ya se trate de un supermercado, de transportes públicos o de la consulta del médico. Se ha convertido en una práctica tan arraigada que podría hacer que nos olvidáramos fácilmente del hecho de que, durante los primeros meses de la pandemia, la mayoría de nosotros no usábamos ningún tipo de mascarilla. En esa primera época, los principales mensajes eran “lávate las manos” (sencillo de cumplir) y “no te toques la cara” (bastante más complicado).

El Centro Europeo para el Control y la Prevención de Enfermedades recomendó desde el principio el uso de la mascarilla, y en una fecha tan temprana como abril. Pero no fue hasta junio cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) se sumó a esta recomendación. Inglaterra esperó hasta julio, mientras que Noruega, Dinamarca y Finlandia se resistieron hasta agosto para implantar el uso de la mascarilla.

Suecia, como hemos visto, decidió tomar un camino distinto. La Agencia de Salud Pública ha defendido muchas veces que las mascarillas son ineficientes y que usarlas podría favorecer la expansión de la COVID-19 (una opinión que era habitual al principio de la pandemia, pero que ahora es raro escuchar).

En julio, la ministra de Sanidad, Lena Hallegren, explicó que el Gobierno sueco no tenía ni la cultura ni la costumbre de tomar decisiones sobre prendas de protección como las mascarillas, y que por tanto su Ejecutivo no desautorizaría a la Agencia de Salud Pública.

La política contraria a las mascarillas de Suecia fue más allá de las fronteras de este país y alimentó el activismo antimascarillas a escala internacional. En abril, el epidemiólogo jefe del país, Anders Tegnell, escribió un correo al Centro Europeo para el Control y la Prevención de Enfermedades (que resulta que está en Estocolmo) en el que advertía a este organismo sobre los peligros de su recomendación de que la gente usara mascarilla. Su razonamiento era que dicho uso “implica que la transmisión es por el aire”, lo que a su juicio podía “dañar seriamente la confianza y por tanto la eficacia de las futuras recomendaciones sobre la pandemia”.

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Comunicación de riesgos

¿Cómo pudimos llegar a eso? Si nos remontamos a la primavera de 2020, cuando el SARS-CoV-2 aún era un virus muy desconocido, los mensajes del Gobierno sueco sobre la COVID-19 consistían en un triple mantra, simple y lógico: lávate las manos, mantén la distancia social y quédate en casa si estás enfermo. Esto le sonará familiar a los ciudadanos de muchos otros países, y de hecho se trata de un ejemplo de libro de una comunicación de riesgos efectiva; una comunicación que debe ser clara, directa y propiciar acciones fáciles de llevar a cabo.

Las directrices de la OMS para una comunicación de riesgos efectiva en crisis de salud pública hacen hincapié en tres factores: que las incertidumbres deben ser nombradas de forma explícita, que la información que se traslada tiene que ser sólida y fácil de entender, y que los contenidos de los mensajes deben recomendar la realización de acciones realistas y concretas.

Durante sus fases iniciales, la comunicación de riesgos llevada a cabo por el Gobierno sueco cumplió dos de estas condiciones, pero fracasó a la hora de hacer frente a las incertidumbres. Se trata de algo que sí consiguieron hacer muchos otros países, donde también se apostó por mensajes muy sencillos.

A pesar de que el conocimiento científico sobre el virus siguió aumentando, la comunicación de riesgos del Gobierno sueco sobre el uso de mascarillas no cambió. En agosto, por ejemplo, cuando llevar mascarilla se convirtió en algo muy habitual en otros países europeos, Tegnell afirmó que las evidencias científicas en las que se sustentaba el uso de mascarillas eran “sorprendentemente débiles”, y que su uso podría incluso aumentar la expansión del virus.

Una norma confusa sobre el uso de la mascarilla

Las autoridades suecas mantuvieron su postura antimascarillas hasta diciembre, cuando el primer ministro, Stefan Lofven, anunció un giro de 180 grados referente al uso de estas en el transporte público.

Pero la nueva política de Lofven en relación con las mascarillas no se limitó a hacerlas obligatorias en los transportes. En lugar de ello, recomendó usarlas entre siete y nueve de la mañana y entre cuatro y seis de la tarde; y no para todos, sino solo para los nacidos “en 2004 y con anterioridad”, y que además no tuvieran asiento reservado. Si esto le suena demasiado complicado, realmente es porque lo es.

No puede sorprender, por tanto, que el cumplimiento de esta norma haya sido escaso y que solo la mitad de los usuarios de transporte público lleven realmente mascarilla durante las horas puntas.

Pero no son solo los ciudadanos de a pie. Dos semanas después de que se aprobara la recomendación, el director de la Agencia de Salud Pública del país, Johan Carlson, fue visto sin mascarilla en un autobús durante la hora punta. Cuando se le preguntó por su incapacidad para cumplir con sus propias recomendaciones, él afirmó que “simplemente no me di cuenta de que había llegado la hora punta”. Este caso ilustra bien el problema de una comunicación de riesgos excesivamente complicada.

Confuso y complejo

Si el director de la Agencia de Seguridad Pública es incapaz de seguir sus propias normas, será difícil recriminar a la gente su escaso nivel de cumplimiento.

Al comienzo de la pandemia, la política de comunicación de riesgos del Gobierno sueco (el triple mantra) era directa y fácil de entender. Pero hasta diciembre las autoridades estuvieron advirtiendo durante meses sobre los riesgos de llevar mascarilla. De este modo, el anuncio sobre el transporte público no solo fue confuso debido a lo complicado que era, sino también por el hecho de que su contenido era directamente contradictorio con las directrices sobre la mascarilla que habían estado vigentes entre marzo y diciembre.

En este contexto, no puede sorprender que haya bibliotecas y colegios en Suecia que estén mandando mensajes contradictorios sobre si hay que llevar o no mascarilla.

Es el resultado de meses de una mala comunicación de riesgos en torno a una sencilla medida de salud pública; una medida que además ha sido ampliamente adoptada en el resto de países. Y este fracaso en la política de comunicación podría tener consecuencias realmente preocupantes, como por ejemplo la posibilidad de aumentar el número de contagios en un país que ya está al borde de sufrir una tercera ola.


Artículo traducido gracias a la colaboración de Fundación Lilly.


Tine Walravens, Assistant Professor, Department of International Economics, Government and Business, Copenhagen Business School y Paul O'Shea, Senior Lecturer, Centre for East and South-East Asian Studies, Lund University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.