Muchos de nosotros hemos sido criados en familias disfuncionales, o con ausencias que aún hoy pueden impactar negativamente en las emociones. Cuando la infancia deja marcas es necesario plantearnos las consecuencias que nos dejan, y que, como adultos, quizás estén limitándonos en distintos aspectos.

La violencia, los abusos, los castigos, la manipulación psicológica, la falta de cariño y cuidado emocional; la ausencia de armonía en el entorno familiar de esos primeros años, la mentira y el sometimiento, son algunos de los tantos motivos traumáticos que pueden haber atravesado niños y niñas que, ahora convertidos en mayores de edad, padecen sus consecuencias.

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De pequeños asistimos, indefensos, a lo que pasa alrededor. Así es como aprendemos y vamos conformando la estructura básica de la personalidad. De esta forma, creamos una representación acerca de cómo es el mundo. Es una forma de dar significado a lo que vivimos y una manera de afrontarlo. Sin embargo, si hemos sufrido traumas como los descritos más arriba, es posible que en nuestra vida adulta seamos disfuncionales en muchos aspectos.

Si bien tendemos a sobre adaptarnos a las situaciones y resolverlas de la mejor forma posible, es altamente probable que eso implique un esfuerzo adicional que puede terminar en un casi permanente agotamiento emocional.

Lo indicado es consultar con un terapeuta profesional que ayude a resignificar esas experiencias, a superar los traumas y elaborarlos de la mejor forma posible para que la vida cobre sentido y disminuya el nivel de angustia latente.

El costo de las heridas emocionales

Algunas formas en que se manifiestan los traumas infantiles en los adultos pueden ser, entre otros, síntomas de depresión, ansiedad, angustia generalizada, vacío existencial, sensación de abandono permanente, querer complacer a otros a toda costa, miedos, fobias, trastornos del sueño, violencia e ira, falta de auto estima, e inhabilidad para confiar.

Así, las heridas emocionales dejan huellas imborrables que, si no son abordadas y tratadas, llegan a ser muy desafiantes para convivir con esa carga emocional interna de manera permanente. Estas son algunas de las formas más frecuentes en que se manifiestan en lo concreto:

Lo que buscamos cuando somos niños es ser aceptados, queridos y amados por las personas mayores que nos crían. Si esto no se da, creamos funciones adaptativas para complacer a los demás. Así es como escondemos el auténtico Yo, para dar lugar a una especie de personaje que actúa buscando ese cariño que no llega naturalmente.

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Para no sufrir tanto como en la infancia, muchos adultos bloquean su estructura emocional, con el costo que significa vivir literalmente tragándose lo que les pasa, con tal de no expresar, por miedo a ser castigados, hostigados o sometidos en base a aquellos traumas de infancia.

Es sabido que para amar, primero hay que amarse a uno mismo. Los adultos con heridas emocionales infantiles a veces piensan que no son merecedores de amor, por cuanto fueron violentados y vulnerados desde pequeños. Así, el amor se entiende a veces como una forma de permitir ser dominado por el otro, sufrir, pagar un precio.

Otra forma de manifestación es enterrar el ser auténtico, aquel por el que se recibía un castigo de cualquier tipo, con tal de no revivir experiencias parecidas.

Es uno de los comportamientos más recurrentes, ya que la indefensión del niño o niña ante las situaciones tortuosas que vivió lo dejan fuera de juego para que las emociones sanadoras hagan su trabajo: la única explicación que surge es sentirse, vivir y actuar como una víctima de todo y todos.

Con los años, los adultos sometidos de pequeños aprenden a convivir socialmente. Sin embargo, queda una pátina de melancolía, tristeza y angustia subyacente que puede permanecer si no se la elabora y resignifica apropiadamente con la ayuda de un terapeuta.

El sufrimiento emocional ha sido tan grande que el adulto puede creer que no hay alternativas para superarlo, cuando sí las hay. Por eso muchos de sus comportamientos se disparan con la misma lógica de la infancia.

Por ejemplo, huir frente a cualquier cosa que interprete como una amenaza, aunque sea en forma inconsciente; o, al revés, someterse sin darse cuenta a situaciones tortuosas en otros aspectos de la vida. Esto puede ser, por ejemplo, buscándose siempre relaciones de pareja o trabajo con otro tóxico y manipulador.

Las heridas emocionales implican un profundo daño en la estructura psíquica, por lo que es necesario consultar con un terapeuta matriculado. Cuando no hay gestión emocional es difícil aceptar los cambios, la flexibilidad, socializar adecuadamente y, sobre todo, aprender a poner límites, algo que de pequeños no estaba permitido hacer por la dinámica propia del trauma.

Quizás uno de los mecanismos más perversos de los traumas infantiles es la casi total destrucción de la autoestima y valoración personal. Por eso es que, de adultos, a muchos les cuesta aceptar sus logros, entender que merecen lo bueno que les pasa, y aprender a disfrutarlo.

Primeros pasos para superar los traumas de la infancia

- Es necesario buscar ayuda profesional con profesionales psicólogos y psiquiatras.

- Saber que hay solución.

- Dedicarse a conocerse interiormente con los caminos que posibiliten un mejor auto conocimiento.

- Aprender a gestionar la inteligencia emocional.

- Mantenerse enfocado en un objetivo a la vez: es poco probable que pueda resolverse el trauma en forma mágica e instantánea.

- Registrar en un diario íntimo de avance de tu trabajo personal: te servirá de punto de referencia cuando sientas que pierdes el rumbo.

- Relevar información conversando sinceramente con personas que compartieron tu entorno de infancia, para tener otras perspectivas y puntos de referencia de la situación.

- Animarse a sentir y expresar las emociones. Habrá momentos de rabia, enojo, culpa, resentimiento.

- Buscar darle un significado actual a aquel trauma, y saber que entender las situaciones no significa, necesariamente, justificarlas.

- Gratitud: tomar un minuto varias veces al día para agradecer por los aspectos nobles y positivos de tu infancia, adolescencia, juventud y adultez. Es un repaso consciente de pequeños detalles que puedes rescatar.

Fuente:

Daniel Colombo