Por Manuel Peinado Lorca, Universidad de Alcalá

Un bosque arde y el crepitar de las llamas parece un lloriqueo. Un árbol cae y en el silencio del bosque el crujido de la madera suena lastimero. No se preocupe, ni el bosque llora ni el árbol se lamenta. Como tampoco siente miedo, ira, alivio o tristeza al desplomarse. Los árboles, como todas las plantas, ni sienten ni padecen. La conciencia, las emociones y la cognición son características animales.

En otro artículo publicado en The Conversation, el investigador de la Universidad de Lleida Víctor Resco de Dios escribía que las plantas pueden guardar alguna información sobre cambios ambientales, pero carecen de inteligencia. Suscribo su conclusión. La biología de las plantas es compleja y maravillosa, aunque difiere tanto de la de los animales que la llamada inteligencia vegetal es tan intrigante como insostenible.

La idea no es nueva. En 1973, un libro que afirmaba que las plantas eran seres sensibles que se emocionaban, preferían la música clásica al rock y podían responder a los pensamientos humanos, irrumpió como un torbellino en la lista de los libros más vendidos del New York Times. La vida secreta de las plantas mezclaba biología vegetal con una adoración a la naturaleza mística de las plantas. No es de extrañar que cautivara la imaginación del público en plena New Age.

Muchos de los argumentos científicos de ese libro han sido desacreditados. El problema es que se han rebatido en publicaciones científicas y no en superventas, así que el libro ha dejado su huella en la cultura pop. Por eso no resulta extraño que algún amigo cuente que conversa con sus plantas mientras las riega o que Mozart apasiona a sus geranios. Puede parecer inofensivo como otras tantas insensateces, porque siempre habrá cierto romanticismo en nuestras relaciones con las plantas.

La cosa fue a mayores cuando un artículo de investigación publicado en 2006 en una revista científica tan seria como Cell utilizó por primera vez el término “neurobiología vegetal”. Este, nada más ser publicado, fue rechazado por otro grupo internacional de investigadores en la misma revista, lo que abrió un amplio debate dentro del ámbito de la biología.

Como tantas veces ocurre, la controversia se transformó en publicidad gratuita para el nuevo paradigma y convirtió a algunos de sus defensores más provocativos en objetos de deseo para muchos medios de comunicación un tanto cándidos o amarillistas, tal y como explica Michael Pollan en el New Yorker.

El obstáculo para la aceptación de la neurobiología vegetal fue el nombre. “Neurobiología” se refiere a la biología del sistema nervioso, del que las plantas carecen. Esta queja léxica se resolvió en cuanto quienes habían acuñado la equívoca denominación eliminaron el término del nombre de su grupo, que pasó a ser Sociedad de la Señal y Comportamiento de las Plantas, una denominación más aceptable.

Era un simple lavado de cara. La autoidentificación del grupo con la neurobiología y su terminología asociada continúa, y algunos de sus miembros siguen utilizando el polémico término en sus publicaciones en internet, donde cualquier insensatez encuentra cómodo asiento gracias a la falta de revisores.

Estirando la definición de inteligencia

La segunda disputa léxica se centró en el uso de la palabra “inteligencia” en relación con el comportamiento de las plantas. La resistencia inicial al término “inteligencia vegetal” se debió en gran parte a escuchar un término reservado para las facultades mentales de los humanos y otros vertebrados aplicado al mundo fotosintético.

Sin embargo, hoy existen al menos 70 definiciones de inteligencia, y términos como “inteligencia artificial” reinan por doquier. Por eso algunos consideran apropiado entender la inteligencia como la capacidad de recibir y procesar información del medio ambiente, algo que sí pueden hacer las plantas. De hecho, como las células vivas hacen precisamente eso, todos los organismos, con o sin un sistema nervioso, serían inteligentes. En el caso de las mitocondrias y los cloroplastos incluso se podría hablar de “orgánulos inteligentes”. No es de recibo.

La conciencia cognitiva es la facultad de un ser vivo para procesar información a partir de la percepción, el conocimiento adquirido (experiencia) y características subjetivas que permiten valorar la información. Consiste en procesos tales como el aprendizaje, el razonamiento, la atención, la memoria, la resolución de problemas, la toma de decisiones y los sentimientos. Requiere de un cerebro con cierto nivel de complejidad y por eso el ser humano tiene las capacidades enumeradas.

La neurobiología se refiere a los mecanismos biológicos a través de los cuales un sistema nervioso animal regula el comportamiento. Durante millones de años, los cerebros en diversas especies animales han evolucionado para producir comportamientos que los expertos identifican como inteligentes. Entre ellos se encuentran el razonamiento y la resolución de problemas, el uso de herramientas y el autorreconocimiento.

De acuerdo con una revisión sobre la neurología de la conciencia, los únicos animales que cumplen con los criterios de comportamiento inteligente son los vertebrados (incluidos los peces), los artrópodos y los cefalópodos. Si otros animales que poseen sistemas nerviosos, pero carecen de cerebros complejos, no tienen sentido de conciencia, las posibilidades de que las plantas –que no tienen sistema nervioso– lo tengan, son nulas.

Si lo pensamos un poco, ¿para qué necesitarían la conciencia? A diferencia de los animales, que a la menor señal de peligro toman las de Villadiego, las plantas no pueden escapar del peligro. Invertir energía en un sistema corporal que reconoce una amenaza y puede sentir dolor sin poder hacer nada para evitarlo sería una estrategia evolutiva muy deficiente. Imagine, por ejemplo, la difícil situación de los árboles durante un incendio forestal. ¿Para qué necesitarían tener la conciencia y el dolor de quemarse vivos?

La inconsciencia es, con toda probabilidad, una ventaja evolutiva para las plantas. Pueden seguir comiendo ensalada sin temor: la lechuga no se quejará.

Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lee el original.