“Seguro”, pero Japón está vertiendo agua radiactiva al océano: expertos alertan sobre los posibles efectos a largo plazo de la liberación de líquido de Fukushima. El debate divide a la comunidad científica y enciende la alarma ambiental.
Desde 2023, el país oriental lleva adelante un plan para liberar al océano más de un millón de toneladas de agua tratada y almacenada en la central nuclear de Fukushima. Esta agua fue utilizada para enfriar los reactores tras el desastre nuclear de 2011 y contiene tritio, un isótopo radiactivo que no puede ser eliminado por los sistemas de filtrado convencionales.
A pesar de que el gobierno japonés y la Agencia Internacional de Energía Atómica (OIEA) aseguran que el proceso cumple con estándares internacionales, ambientalistas, pescadores locales y países vecinos como China y Corea del Sur han manifestado su preocupación. ¿Estamos ante un riesgo controlado o frente a una amenaza silenciosa que afectará a los océanos durante décadas?.
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¿Qué contiene realmente el agua que se está vertiendo?
El agua liberada ha sido tratada con el sistema ALPS (Advanced Liquid Processing System), que elimina la mayoría de los elementos radiactivos, excepto el tritio. Aunque se afirma que los niveles de tritio están muy por debajo de los límites internacionales permitidos, muchos expertos advierten que la exposición prolongada, la acumulación en la cadena alimentaria y el impacto en especies marinas aún no han sido completamente evaluados.
Organizaciones ambientalistas como Greenpeace calificaron el vertido como “una decisión irresponsable” y aseguran que Japón debería haber explorado opciones menos invasivas, como el almacenamiento a largo plazo.
El impacto ecológico y político de una decisión global
La medida no solo afecta al ecosistema marino local, sino que podría tener consecuencias geopolíticas. Varias naciones asiáticas expresaron su desacuerdo y algunas impusieron restricciones a la importación de productos del mar japoneses.
En tanto, comunidades pesqueras locales temen perder su principal sustento debido al temor de los consumidores, aunque las autoridades prometen compensaciones económicas.
El caso plantea una pregunta incómoda para el mundo: ¿hasta dónde estamos dispuestos a aceptar “soluciones seguras” cuando lo que está en juego es la salud del océano?.