Por Carmen Mañana

¿Tiene en su armario desde hace más de un mes ropa con la etiqueta aún puesta? ¿En algún cambio de temporada o reorganización ha descubierto una prenda cuya existencia había olvidado? ¿Se ha dado cuenta —con pavor— de que la camiseta negra que acaba de comprar es exactamente igual que otras tres que se amontonan en un cajón (ponga aquí el objeto y la cifra que mejor represente su compulsión)? ¿Cuánta ropa atesora que no se ha vuelto a poner desde que la estrenó? Tranquilo: no está solo. Pero ya sabe qué tipo de consuelo es ese.

El ciclo de consumo espídico en el que estamos inmersos hace que jubilemos las prendas cada vez más pronto, lo que se traduce cada año en 500.000 millones de euros (alrededor de 552.000 millones de dólares) tirados a la basura o, en el mejor de los casos, al contenedor de reciclaje, según recoge el último informe elaborado por la agencia McKinsey & Company en colaboración con el portal especializado en moda The Business of Fashion.

Este desperdicio se cifra entre 10 y 14 kilos anuales por español, según la Asociación Ibérica de Reciclaje Textil. El país europeo que más prendas consume, Reino Unido, alcanza las 300.000 toneladas. Y solo en las 800 tiendas de Zara dotadas de contenedores desde 2015 se han recogido ya más de 34.000. Pero hay una cifra aún más devastadora: solo el 1% de la fibra textil se recicla, según datos de la Fundación Ellen Mac­Arthur, referente mundial en la promoción de la economía circular. Este ingente despilfarro ha contribuido a convertir a la industria textil en la segunda más contaminante del mundo. Un sector que, de seguir así, será responsable de un 25% de las emisiones de CO2 en 2050.

Una mujer compra jeans

Llegados a este punto, como reivindica la activista Ellen MacArthur, no basta con hacer menos daño. “Tenemos que cambiar la forma en la que fabricamos, pero también en la que usamos la ropa”. Utilizar algodón orgánico y nuevos materiales biodegradables está bien —alivia conciencias y ahorra recursos—, pero resulta insuficiente.

Por eso, entre otras razones, cada vez más gente apuesta por una nueva forma de consumir moda que es tan antigua como el hilo negro. Y que se basa en el método de las tres erres: reutilizar, reparar y reciclar. El objetivo es comprar menos y mejor. Que la ropa tenga una vida más larga y eficiente. También porque, en ese círculo vicioso que nos lleva a acumularla como si fuese gratis, pierde valor independientemente del precio que marque su etiqueta.

Cuando hay yogures que duran más en la nevera que vestidos en el armario, la moda se convierte en algo fugaz e irrelevante: un bien de usar y tirar. Eso defiende Cynthia Bagué, una bloguera de moda que el 1 de enero de 2016 se levantó con un propósito de año nuevo kamikaze (teniendo en cuenta su forma de ganarse la vida): no hacer ni una sola incorporación a su armario hasta 2017.

Cierto que el suyo recibía año tras año muchas más piezas que las 34 que, de media, adquiere cada español; y que gracias a ello consiguió superar el “síndrome de abstinencia”. Por el camino, ahorró dinero, descubrió que tenía los altillos llenos de tesoros olvidados y confirmó que, como la mayor parte de la gente, cumplía “la regla del ­80­-20”, que reza que el 80% del tiempo usamos solo el 20% de nuestra ropa: “Con la que nos sentimos más cómodos y que nos representa”.

Desde entonces, cuenta que consume muchas más piezas vintage: “Son las más antiguas que tengo, claro, pero, como están cosidas primorosamente y hechas con telas estupendas, se encuentran en mejores condiciones que muchas nuevas”. Además, ha empezado a organizar fiestas de intercambio de ropa con amigas, pero también otras abiertas a un público cada vez más implicado a través de Instagram.

Ropa vintage

El mercado de ropa usada y de segunda mano siempre ha estado ahí, pero desde hace unos años ha sufrido un gran auge motivado fundamentalmente por el revival constante que imponen las pasarelas. Las marcas de lujo saquean sin remordimiento la estética de décadas pasadas para construir sus colecciones y hoy casi cualquier prenda rescatada de los setenta, ochenta o noventa puede pasar del baúl de los recuerdos a la calle sin necesidad de grandes adaptaciones.

“Aunque aún es emergente, existe otra tendencia —casi un cambio de mentalidad— en la que tengo puesta toda mi fe. Confío en que comprar y tirar ropa sin parar termine considerándose hortera”. La que habla es María Almazán, fundadora de Latitude, una empresa especializada en asesorar a grandes y pequeñas firmas en su transición sostenible. Las últimas noticias confirman que este movimiento que preconiza, aunque tímido, ya está en marcha: en septiembre, Oxfam Intermón lanzaba una campaña en la que pedía a los consumidores que se abstuviesen de comprar ropa durante 30 días y, de hacerlo, que se decantaran por las tiendas de segunda mano de organizaciones benéficas.

Llegará el momento en que despilfarrar ropa estará tan mal visto como no reciclar basura. Así lo cree también Judit Barrullas, experta en economía colaborativa y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya. “Se considerará incívico”. Y apunta que las nuevas generaciones —“esas que han estudiado en sus libros de texto el cambio climático”— ya están en ese punto. No se trata, sin embargo, de volcar toda la responsabilidad en el consumidor: resulta, en su opinión, abrumador y contraproducente.

“Estamos hablando de una macroindustria que lleva años diciéndonos que lo mejor es que no repitamos modelo, que vayamos a la tienda todas las semanas. No podemos exigirnos hacer cambios radicales cuando hablamos de pautas arraigadas durante años”, coincide Almazán. Tampoco se puede despreciar lo que esta capacidad de compra ha significado en un país como España, “donde en los setenta varias generaciones pasaron de atesorar un abrigo a poder tener cuatro”. El objetivo no es, pues, abrazar con la fe del converso el hábito y apretar el cilicio, sino consumir ropa de forma responsable igual que se nos invita a hacer con los alimentos o la energía.

Mujer revisa la ropa de su armario

Pero para lograrlo, la industria textil también debe desempeñar su papel y ofrecer prendas de calidad que duren: renunciar a la obsolescencia programada textil. Quién no ha sido víctima del increíble caso del jersey al que le salen bolas con solo mirarlo o del de los vaqueros negros que tras solo un lavado adquieren un tono ala de mosca. Cuántas veces —­como en una relación— nos hemos enamorado de una prenda —­cara o barata— por cómo nos queda, nos hace sentir o por lo que nos evoca, y hemos querido estirar su existencia más allá de sus posibilidades, ignorando agujeritos, mangas raídas, coderas desgastadas: ropa que hemos jubilado a regañadientes —y hasta con sincero agradecimiento por los servicios prestados— deseando que hubiese aguantado un poco más.

La prueba de que esta tendencia no se va a quedar en un capricho burgués es, en opinión de Barrullas, que el sector ya está entrando al trapo. Desde las sastrerías tradicionales, como la madrileña Burgos, que ofrece a sus clientes la posibilidad de sustituir los cuellos gastados de sus camisas, hasta firmas fast fashion como Arket, una enseña perteneciente al grupo H&M que se precia de haber construido su concepto de marca en torno a la longevidad de sus prendas y la apuesta por un diseño y calidad duraderos. Entre ambos extremos se encuentra una creciente oferta de tejidos tecnológicos más resistentes que el teflón: el Blocktech de Uniqlo, que promete frenar el viento y la lluvia; el Laminar de Herno, que es transpirable e impermeable, o los tweed antimanchas de Ermenegildo Zegna.

El cambio real en el sector llegará cuando exista una normativa global sobre desperdicio textil y los consumidores ralenticen el ritmo de compra. Pero la industria sabe que va a suceder y se está preparando para que no le pille con el pie cambiado”, resume María Almazán.

Mientras esto ocurre, un sector vuelve a ganar protagonismo: el de la reparación. ¿Por qué descartar un bolso que nos gusta cuando se le rompe un asa? “Porque a veces, por lo que cuesta el arreglo, sentimos que no merece la pena”, responde Cynthia Bagué. “Hace poco llevé a ajustar un vestido maravilloso que mi abuela se puso para el bautizo de mi hermano hace 25 años y que a su vez ella había ya modificado acortando las mangas. Y mi novio me decía: ‘Por el dinero que has pagado podrías haber comprado uno nuevo’. Pero no es lo mismo”, sentencia.

moda

Una vez más —argumenta Almazán—, todo depende del valor que se da a las cosas y de si estamos dispuestos o no a reconocer y asumir las consecuencias que tiene producir ese objeto con el que vamos a sustituir al estropeado: el gasto en tejido, la energía empleada en su producción y transporte, la emisión en gases de efecto invernadero que este proceso representa (y que se calcula que para todo el sector textil asciende a 1.200 millones de toneladas), las microfibras de plástico que se vierten al océano (20 millones de toneladas en 2050, de seguir a este ritmo)…

Lo más significativo, según María Almazán, es que “ya no es algo de lo que se hable al final de una asamblea de Greenpeace, como hace 10 años, sino en una cena con amigos que hacen fotos a sus tostadas de aguacate, viven en adosados y conducen SUV”. Gente que con sus decisiones de compra ha llevado la comida orgánica de una esquina escondida en algunos supermercados selectos a los lineales centrales de cualquier tienda de barrio, como señala la profesora Judit Barrullas. Y que, armados con su tarjeta de crédito, pueden cambiar también el consumo textil. 

Esta historia apareció originalmente en El País. Se reedita aquí como parte de la alianza de Bioguia con Covering Climate Now, una colaboración global de más de 350 medios de noticias para fortalecer la cobertura de historias climáticas.