Cuenta la leyenda que cierto día un grupo de semillas estaban sentadas a la orilla de un río, cerca de unos matorrales. Habían caído juntas y así habían aprendido a vivir.

Pero un día, un temporal azotó el pantano y una de ellas, la más pequeña, fue arrastrada por el viento a miles de leguas de distancia.

Su último recuerdo fue haber cerrado los ojos cuando el viento comenzó a soplar tanto que se le había vuelto imposible ver. Pero al abrirlos se encontró sola.

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No había nada ni nadie a su alrededor. No había señas ni del temporal ni de sus amigas. El sol brillaba como si nada hubiera ocurrido, pero el lodo que llevaba adherido asu cáscara le recordaba que nada de eso había sido un sueño.

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Lo primero que hizo la semilla fue llorar. Sintió miedo. Quiso gritar, pero fue en vano. Rezongó, se quejó, incluso rezó. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Tanto luchó contra su realidad que cayó profundamente dormida.

Al despertar tuvo la esperanza de haber regresado, pero no. Todo seguía igual. Estaba sola, solísima. Quiso hablar con algún pájaro, pero era tan pequeña que no alcanzaba a hacerse oír.

Así pasaron los días y la semilla estaba sumida en el cansancio y la frustración. Hasta que una noche vio una estrella a lo lejos en el cielo. Era así de chiquita como ella pero su luz la alumbraba por completo. La semilla quedó hipnotizada con ese hallazgo casi mágico y por un momento se sintió acompañada, en calma, y se durmió.

Pero esta vez, cuando despertó, sintió que algo había cambiado y descubrió que había crecido en su cabeza un pequeño brote verde.

La semilla se alegró como nunca y se propuso cuidar del pequeño brote que había nacido en ella. Hizo que la lluvia la bañara, se inclinó hacia el sol y con el pasar de los días se transformó en una planta verde y alta.

Tanto creció la semilla que fueron apareciendo otras a su alrededor y lo que antes la había hecho sentir sola ahora se había convertido en un pastizal que se expandía en un abrir y cerrar de ojos.

Cierto día pasó por allí un granjero y al ver tal tanto verde se detuvo. Caminó hasta semilla y tomó con sus manos uno de sus frutos. La sonrisa se le dibujó en su rostro casi al instante.

Al día siguiente volvió el hombre con su mujer y entre ambos cosecharon algunos de sus frutos.

Ése fue el inicio de una gran amistad. El granjero cuidó a semilla con respeto, y ella se encargó de darle a su familia lo mejor de sus frutos.

Gracias a semilla, un pueblo completo fue llegando de a poco a construir sus casitas y cuidar el campo. Con los frutos de semilla hacían guisos, dulces e incluso medicinas.

En ese momento semilla comprendió que la que había considerado la peor experiencia de su vida se había convertido, nada más y nada menos, que en su propósito. La vida se había encargado de llevarla adónde tenía que estar.

Semilla lo comprendió y se sintió en calma y feliz, segura de que a sus amigas, tarde o temprano, la vida las acercaría también a su propio destino.

Enseñanza del relato

Nunca subestimes nada de lo que la vida te pone adelante. Todo, incluso lo que a veces te genera dolor, está ahí para tu propio crecimiento. Confía en la vida y ella te pondrá en el mejor lugar.

Namasté.