*Por Michelle Carrere para Mongabay LATAM.

En Puerto Williams, las vacas se pasean por las calles como si fueran perros. Están por todas partes: en la plaza de armas, en los jardines de las casas, en el patio del colegio, a las afueras de la alcaldía, en la entrada del hospital y la lista sigue. Caminan tranquilamente por el asfalto, comen el pasto y los arbustos de los espacios públicos y privados, se echan a rumiar donde mejor les acomode y en caso de que alguna bloquee la pista, los autos esperan pacientemente que la vaca se quite del camino, sin prisa, al momento que ella decida.

Esta particularidad, más propia de un país donde la población adora a las vacas por religión, es una de las primeras cosas que llama la atención en esta pequeña ciudad chilena de 2800 habitantes, que está ubicada en la isla Navarino, al interior la Reserva de la Biósfera Cabo de Hornos, y que es la última del continente antes de cruzar a la Antártida. Para los habitantes de Puerto Williams, sin embargo, la abundante presencia de vacas no es ninguna curiosidad porque hace tiempo que estos animales se volvieron parte del paisaje. Tampoco creen que sea un problema. Al fin y al cabo las vacas son tranquilas y no le hacen daño a nadie, dicen, pero los científicos que trabajan en la zona no opina lo mismo.

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Vacas en Puerto Williams. Foto: Alex Waldspurger.

“Está lleno de vacas, de vacas y caballos”, se lamenta el biólogo Alex Waldspurger, guardaparque del parque etnobotánico Omora, un área protegida público-privada de mil hectáreas, ubicada a solo cuatro kilómetros de la ciudad. Omora, que significa picaflor en idioma yagán —el pueblo indígena originario de estas tierras—, fue creado como un laboratorio natural para la investigación científica y la educación al aire libre y también para conservar la cuenca del río Róbalo, que abastece de agua potable a la población de Puerto Williams, así como la biodiversidad del bosque templado subantártico, el más austral del planeta.

Que las vacas merodeen por esta área protegida dificulta la regeneración del bosque porque se comen y pisotean las plantas, explica Ramiro Bustamante, doctor en ecología. Plantas que, además, crecen particularmente lento por las condiciones climáticas de la zona. El mismo problema ocurre con los caballos. Pero esta no es la única amenaza para la biodiversidad de la isla Navarino. El castor, una especie de roedor originario de América del Norte, es el responsable de la muerte de miles de árboles y el visón, también oriundo de Estados Unidos y Canadá, tiene en vilo a las aves silvestres que, además, sufren los embates de los perros que devoran sus huevos.

El castor, un visitante incómodo

En la isla Navarino, enclavada en uno de los lugares considerados entre los más prístinos del planeta, paradójicamente hay más mamíferos exóticos que nativos. De hecho, “en toda la Reserva de la Biósfera Cabo de Hornos, hay 10 mamíferos nativos versus 12 invasores”, asegura la científica, Elke Schüttler, investigadora del Centro Internacional Cabo de Hornos para Estudios de Cambio Global y Conservación Biocultural (CHIC), ubicado en Puerto Williams y donde se realizan, entre otras cosas, investigaciones sobre la biodiversidad de la isla.

Si pensamos a escala temporal geológica, la isla Navarino y su biodiversidad son relativamente nuevas. Después de que los hielos de la última glaciación retrocedieron, lo que quedó fue roca desnuda que, poco a poco y en un proceso lento de miles de años, fue cubriéndose de vegetación. Esa es la razón, explican los expertos, de por qué en los bosques subantárticos de Navarino solo hay seis especies de árboles y es también la razón de por qué la cantidad de mamíferos nativos es reducida.

“En la isla Navarino hay solamente cinco especies de mamíferos nativos: dos especies de ratoncitos, dos murciélagos y el guanaco. Faltan depredadores nativos como, por ejemplo, el zorro”, dice Schüttler. Esto, explica la experta, “es relevante para entender la implicancia de los depredadores invasores o exóticos que llegan a la isla. Las especies nativas no han coevolucionado con este tipo de depredador”, por lo tanto, no tienen las herramientas para defenderse lo que las hace particularmente vulnerables.

Uno de los mamíferos invasores es el castor. Este animal fue llevado desde América del Norte a la Patagonia argentina en 1946 para desarrollar un negocio de pieles que, finalmente, no prosperó. No se sabe bien si los castores fueron liberados o se escaparon del cautiverio, pero varios terminaron dispersos en la isla grande de Tierra del Fuego donde, al no tener depredadores naturales, rápidamente se multiplicaron. Luego, nadaron los canales del archipiélago y llegaron a otras islas, incluida Navarino.

Los castores son roedores vegetarianos y se alimentan de árboles. Con sus poderosos dientes, son capaces de talar ejemplares de varios metros y devorarlos rápidamente. Además, también instalan estratégicamente los árboles que derriban en las orillas de los ríos. De esa manera, detienen la corriente del agua y crean embalses donde instalan sus madrigueras para protegerse de los coyotes, lobos y osos, sus depredadores naturales en el hemisferio norte.

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Arbol mordido por un castor. Foto: Michelle Carrere.

Aunque esas amenazas no existen en Patagonia, el castor no lo sabe, así es que él continúa haciendo lo que sabe hacer impactando seriamente a los bosques de esta región del mundo que no están adaptados a la dinámica de este animal.

En su ambiente natural, los castores y los árboles evolucionaron juntos así es que estos últimos desarrollaron la capacidad de crecer rápido. En Patagonia, en cambio, “los árboles no están acostumbrados a ser talados, así es que no desarrollaron ese mecanismo. Aquí los árboles prefieren crecer lento”, dice Matías Troncoso, geofísico del CHIC.

Pero, además, los árboles que crecen en estas latitudes, si bien disfrutan de la lluvia, necesitan suelos donde drene el agua. Dicho de otro modo, no soportan mantener las raíces inundadas, así que cuando los castores construyen sus presas, los árboles mueren ahogados, explica el científico Armando Sepúlveda, miembro del Centro de Investigación Gaia Antártica, del laboratorio de biogeoquímica ambiental de la Universidad de Magallanes.

Dentro del parque etnobotánico Omora, cientos de troncos secos apuntan hacia el cielo en un tramo del río Róbalo. Ese es el paisaje que dejó un castor y es la escena que se extiende en la mayoría de las cuencas de la región. “En Tierra del Fuego, casi el 99 % de las cuencas está afectada por castores”, dice Sepúlveda. “Incluso en zonas donde es pampa, es decir, donde no hay bosque sino estepa (patagónica) los castores han llegado”.

Uno de los ecosistemas impactados por este animal son las turberas, un tipo de humedal formado por un musgo llamado Sphagnum magellanicum. Dicho musgo con el paso del tiempo muere y se acumula en el suelo. Como láminas de una torta, va formando una capa orgánica llamada turba donde se encuentran almacenadas grandes cantidades de CO2, el principal gas de efecto invernadero responsable del calentamiento global. De hecho, expertos aseguran que las turberas son uno de los principales reservorios de carbono a nivel global, incluso más que los bosques en número de toneladas de carbono acumuladas. Conservar las turberas es por ende clave en la lucha contra el cambio climático.

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Castor captado con cámara trampa en el río Róbalo. Foto: CHIC.

Las turberas, para mantenerse sanas y seguir cumpliendo su función de almacenamiento de carbono, necesitan estar inundadas permanentemente. Esa característica, que estén llenas de agua, hace que a los castores les encante construir ahí sus embalses. El problema es que al hacerlo los niveles de agua de estos humedales se modifica: en la zona de la turbera donde la presa acumula el agua, el nivel aumenta. Por el contrario, en el sector donde el agua no llega debido a la construcción del dique, el nivel disminuye.

Estos cambios, explica Sepúlveda, podrían tener impactos negativos, pero también positivos en términos de cambio climático. En concreto, si el nivel de agua aumenta, el ecosistema está más inundado lo que favorece la acumulación de la turba y, por lo tanto, de almacenamiento de CO2. Por el contrario, donde el nivel del agua baja, la materia orgánica, la turba, se degrada liberando carbono a la atmósfera. ¿Qué tantos daños o beneficios está teniendo la presencia de castores en las turberas? Eso es lo que Sepúlveda y el equipo de científicos del Centro de Investigación Gaia Antártica están tratando de averiguar.

El ministerio de medio ambiente, a través de su secretaría en la región de Magallanes y la Antártica Chilena, aseguró a Mongabay Latam que “se está trabajando para instalar el Plan de Gestión del Castor como una política regional, para que de aquí a 10 años el Castor sea erradicado de gran parte de la Región”. Dicho Plan, “indica cuáles son los ejes estratégicos para erradicar a esta especie exótica invasora de la Región de Magallanes, además de establecer una gobernanza que incluye a estamentos públicos y privados”.

El castor no está solo

Al igual que el castor, el visón llegó desde el hemisferio norte a Tierra del Fuego, en Argentina, para abastecer el mercado de pieles. No se tiene certeza de si estas nutrias escaparon o fueron liberadas, pero tras abandonar el cautiverio se dispersaron rápidamente en la zona debido a la ausencia de depredadores. En el año 2003, un estudio científico anunció la llegada del visón a Navarino. Apenas seis años después, en 2009, otro estudio calculó que había en la isla casi un visón por cada kilómetro lineal de costa.

Aunque se ha descrito que este animal es semiacuático, es decir que habita en sectores de lagos, ríos y mar, Elke Schüttler asegura que otros estudios con cámaras trampas han concluido que en Patagonia el visón ha logrado adaptarse a diferentes espacios y que ya no solo está asociado a cuerpos de agua. “Pudo ampliar sus hábitos en ausencia de depredadores”, explica la experta.

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Visón. Foto: Andre Kunzelmann.

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En enero, un grupo de científicos del Centro Internacional Cabo de Hornos para Estudios de Cambio Global y Conservación Biocultural (CHIC) viajó a las últimas islas del continente, en el archipiélago Cabo de Hornos que es parte del Parque Nacional que lleva el mismo nombre. Uno de los objetivos era hacer un censo de dos especies de aves: la caranca (Chloephaga hybrida) y el quetru no volador (Tachyeres pteneres), una especie endémica de la Patagonia.

Omar Barroso, ornitólogo de campo asociado al CHIC y la Universidad de Magallanes, cuenta que en distintas oportunidades observaron grupos de carancas de hasta 70 pájaros y en el caso del quetru no volador de hasta 100 individuos. “Todos los grupos tenía una abundancia buena”, asegura el experto, pero cuando regresaron a Navarino, el panorama cambió.

“En 10 kilómetros de costa logramos contar solo seis carancas. Un lugar que todavía no tiene al visón comparado a un lugar donde sí hay muchos visones, la diferencia es abismal, yo quedé impactado”, dice Barroso. Según el experto, “la diferencia es aparentemente atribuible a la presencia de este animal exótico invasor, porque la caranca y el quetru no volador son especies que se alimentan y se reproducen en la costa por lo que son de fácil acceso para el visón”.

El impacto de este animal sobre las especies nativas de aves ya había sido advertido por Schüttler, hace unos años atrás, cuando notó que cerca del 50 % de los nidos de caiquén (Chloephaga picta) y de quetrú no volador eran depredados por visones y perros. Recientemente, casi 15 años después de esas primeras observaciones, la experta ha vuelto a buscar nidos y la situación no ha mejorado. “Fuimos incluso en kayaks a unos islotes, porque pensábamos que pueden ser refugios para aves, puesto que se supone que el visón no puede nadar mucho en agua fría, pero nos encontramos con visones en los 10 islotes que visitamos”, cuenta Schüttler.

“Estamos súper preocupados”, dice Barroso, por lo que los científicos del CHIC están viendo cómo diseñar un monitoreo y control del visón que sea aplicable en un largo plazo con la colaboración del gobierno. Por ahora, según el Ministerio de Medio Ambiente, se han realizado algunas acciones, pero principalmente en el Islote Albatros, ubicado dentro del Área Costera Marina Protegida de Múltiples Usos Seno Almirantazgo, en Tierra del Fuego, al norte de la isla Navarino. El propósito de ese plan es proteger a los albatros de ceja negra (Thalassarche melanophris) que anidan en esa zona.

Los animales domésticos

Donde sí hay posibilidades de aplicar soluciones eficaces es en la población de perros, gatos, vacas y caballos, es decir, en los animales domésticos.

Así como las vacas y los caballos son un problema para la regeneración del bosque porque se alimentan de los nuevos brotes, los perros son una de las principales amenazas para la fauna silvestre de la isla. “Hemos trabajado con diferentes herramientas incluido monitoreos con collar GPS para ver por dónde caminan”, cuenta Schüttler. El resultado de esas observaciones es que más de 40 perros domésticos salen frecuentemente de la zona urbana y algunos se quedan hasta seis días en la montaña. “Lógicamente tienen que cazar, tienen que alimentarse en ese período”, explica la científica y los animales silvestres, principalmente las aves, son su buffet.

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Perros en colonia de aves. Foto: ©Dennis Chevalley.

“También hay un tema con el turismo”, agrega Schüttler, “porque facilita el acceso de perros a áreas protegidas”. La experta, junto con otros investigadores, instalaron cámaras trampa en los senderos — cámaras fotográficas que capturan imágenes de la fauna silvestre gracias a un sensor de movimiento — y luego contaron la cantidad de perros fotografiados junto a los turistas. El resultado demostró que los perros siguen a los visitantes y se quedan con ellos durante los días que dura la caminata. “Obviamente el turista no tiene control sobre el perro y si este persigue a un guanaco, por ejemplo, no va a poder detenerlo”, explica Schüttler.

“En cuanto a los gatos, aunque faltan estudios, se trata de un tema muy relevante porque impactan a las aves más pequeñas”, explica la científica.

Controlar a los perros no solo es necesario para conservar la vida silvestre que habita los bosques más australes del mundo, sino también para evitar que ataquen el ganado de los campesinos. Las vacas que merodean sueltas por Puerto Williams y por las áreas protegidas son también un blanco frecuente de los perros.