A golpe de estadística hemos detenido los quehaceres de nuestras vidas sin siquiera poder confiar por completo en fuente alguna, repletos de posverdades. Animados por nuestro empoderamiento digital, nuestras formas de civilización parecen acercarse a un abismo pandémico. En otras palabras nos sobra tecnología y nos falta confianza.

Cual ironía sistémica, una de las formas biológicas que ha modelado toda la evolución de la vida en nuestro planeta; un virus, es la misma que nos empuja hacia un abismo incierto, y es probable que lo peor esté aún por venir, pues los efectos económicos y sociales aun no han terminado de mermar nuestra ahora ansiada “normalidad”.

Curiosamente y después de años hablando de virus informáticos, deseando generar contenidos virales en las redes sociales, ahora nos enfrentamos al mismo fenómeno que creíamos entender, viralizado, sin comprender a cabalidad su forma de reproducción ni sus estrategias de propagación. Nuestra obsesión por el concepto de viralidad apareció como una necesidad de relevancia en el entorno digital, para capitalizar el alcance sobre una audiencia determinada y materializar el santo grial de nuestra economía: el consumo. Es decir observamos el concepto de propagación de un mensaje en las redes sociales, lo estandarizamos como viralidad y constantemente lo invocamos como efecto deseado para vender, que no significa otra cosa que aumentar el consumo, concepto sobre el cual gira toda nuestra economía, nuestras finanzas, y tristemente muchas de nuestras aspiraciones.

Hemos asumido nuestro quehacer diario literalmente enfrascados, empaquetados mentalmente en estas ideas, producir para consumir; ganar para consumir y para ganar competir. El Banco Mundial, y quienes deciden el rumbo de nuestras economías generan sus indicadores basándose en la producción y sobre todo en el consumo de nuestras geografías. Todas las empresas, todas las economías necesitan crecer, crecer y crecer, en una ilusión de progresión lineal e infinita por la cual agotamos ecosistemas y recursos naturales, sin detenernos si quiera a reflexionar en como han sido nuestras propias acciones diarias, las mejores coadyuvantes para llegar a la crisis de esta civilización tal y como la hemos creado día a día.

La pareja hace phubbing

Nuestro consumo diario nos hace parte integral de la crisis ambiental a la que se enfrenta el planeta, “nuestra casa está en llamas” y la reflexión necesaria debería de apuntar hacia este totem (consumo) por el que se rigen nuestras vidas. Parece complicado o incluso rocambolesco comprender de que manera esa bolsa de jitomates en nuestra mesa, comprada en un super mercado, está incentivando la misma crisis que ahora nos inmoviliza, pero la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero necesarias para llevar esos jitomates a nuestra mesa (lo llamamos transporte y distribución), los agroquímicos que desgastan los suelos y contaminan el agua (eficiencia agrícola), por no hablar de las innumerables bolsas de plástico que desechamos como si fueran a desaparecer porque van a “la basura” (nuestro ansiado comfort), son parte de la inercia que genera la mutación y desaparición de especies o probablemente la aparición de esta pandemia. ¿Acaso será que enfermamos al eco sistema y ahora este nos infecta a nosotros?

En todo caso, la ceguera es de índole pragmática y de origen cartesiano, esa que nos autorizó a obviar las relaciones entre las acciones y las repercusiones. Sin embargo la posibilidad futura es sistémica y su expresión habrá de ser socio ambiental. El consumo respalda nuestra idea de libertad y mientras no renunciemos a estos privilegios en tanto elementos formales de nuestra existencia, las probabilidades de supervivencia de este modelo económico son cada vez más escasas. Aceleramos contra un muro.

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CONFIANZA

Probablemente ese muro contra el que aceleramos sin cuestionamientos esenciales de sustentabilidad y asistidos por la aceleración digital que nos modela y rige es la globalización, que a nivel consumo, no es otra cosa sino la posibilidad de consumir y vender productos mucho más allá de nuestras localidades para hacernos regionales, nacionales, continentales o internacionales, lo mismo aplica a la extracción de recursos naturales (commodities) que a productos terminados, violentando asi el respeto por el medio ambiente, todo nuevamente motivado por aumentar el crecimiento infinito lineal y por demás imposible. 

La otra cara de la moneda, esperanzadora e inspiradora, que se viene desarrollando desde hace ya varios años son las comunidades intencionales o las eco-aldeas, mismas que en tanto formas de organización descentralizadas y basadas en economías hiperlocales, generan recursos propios y exploran relaciones de equilibrio con la naturaleza en la producción de sus bienes necesarios, y aunque quizás ninguna ha logrado aislarse al cien por ciento del mentado consumo, algunas han sobrevivido al tiempo dejando testimonio de la descentralización como vía factible.

Las comunidades se constituyen en torno a la confianza y a la colaboración entre sus integrantes, siendo este último valor completamente opuesto a la competencia en tanto paradigma o motor de la economía actual. La confianza entre los integrantes, funciona como elemento esencial y unificador de una comunidad, mientras que la confianza en el capitalismo por el que nos regimos está depositada y se materializa en el dinero, vehículo por el cual se rige el consumo. A la vista de este razonamiento la aparición de monedas alternativas es un fenómeno consecuente a la economía hiperlocal de las comunidades consolidadas, ya que materializa un alto nivel de confianza entre sus integrantes. En la mayoría de los casos estas comunidades se basan en modelos cooperativos para gestionar la riqueza de un modo transversal, siendo que el modelo de cooperativas existen hace más de cien años y es por antonomasia la negación de la competencia como motor de la economía.

comprar verduras

Es por tanto al menos aceptable reconocer que en este modelo alternativo existe otra posibilidad de convivir con la naturaleza generando una economía colaborativa basada en lo hiperlocal, pero se debe resaltar que los integrantes de estas comunidades intencionales o de eco-aldeas han dado un paso definitivo en la abolición de sus propios hábitos de consumo, y este no solo no es un problema menor si no que pudiera ser el mayor obstáculo para pensar en una transición hacia un nuevo paradigma socio-ambiental. Sin embargo a la luz de la crisis económica que tenemos por delante, debido a la pandemia, este cambio podría ser catalizado por carestías diversas, y en todo caso convertirse en una oportunidad siempre y cuando se pondere la generación de economías hiperlocales, reguladas por medio de cooperativas y sobre todo impulsadas a través de la tecnología digital, misma que pasaría a jugar un papel de optimización de los recursos (sharing economy) y potencialización de las capacidades económicas y financieras de las comunidades, en la generación de economías circulares o al menos trazos circulares que prioricen la relación con el medio ambiente.

Paradójicamente, una fuente de inspiración posible para el cambio necesario en nuestra civilización pudiera estar frente a nosotros; invisible, en forma viral.

Si entendemos como premisa, que la propagación de un virus depende de la capacidad del mismo para reproducir su información genética en organismos ajenos, y que el éxito de su misión es promovido por la descentralización y su actuación transversal (no jerárquica), podríamos inspirarnos hacia nuevas formas de organización social, económica, política y cultural. Estas ideas serán en todo caso comprensibles, siempre y cuando nos alejemos de la visión antropocénica de nuestra economía y formas de vida, posicionando a la naturaleza como el totem central de nuestra existencia, como principio y fin, jamás como un medio.